martes, 16 de septiembre de 2008

Desierto


El terreno era árido y caminábamos como perdidos, desorientados, sin saber muy bien hacia dónde dirigir los pasos. Ella estaba exhausta, yacía tumbada sobre la arena y matojos secos que formaban parte de ese paisaje desolador en que nos encontrábamos.

El aleteo nos sacó de nuestro adormecimiento. Era grande y negro, y se dirigía directo hacia nosotros. Vi cómo un cuervo de desproporcionadas dimensiones se acercaba planeando, abriendo el pico y blandiendo las uñas en señal de desafío. Quería nuestra comida, quizás nuestros ojos, quizás nuestras tripas abiertas entre sus hambrientas fauces. Presto, tomé entre mis manos la navaja y un extraño artilugio que hace las veces de tijeras que, al igual que aquel pájaro de oscura apariencia, presentaba un enorme tamaño.

Resistí la primera embestida. En el segundo ataque, logró alcanzarme, mas la fortuna hizo que apenas me rozase y no fuera muy grande la herida. Seguía volando, dando círculos en derredor. Ella, cansada, reflejaba el terror en su mirada. Tomó velocidad, cogió fuerza y, siguiendo una línea recta, se acercó directo a mí con toda su furia, su ira, sus garras abiertas y aparente locura. Giré rápido y, con un ágil movimiento, corté en dos al obcecado cuervo. Por un lado la cabeza, por el otro, el resto. Y sin embargo, aún con su desmembrado cuerpo, realizó un último ataque con su cabeza y pico descompuesto. Acertó en la mano y el dolor me hizo gritar desconsolado.

Me senté junto a ella. Lloraba. Se abrazó a mí y sentí como discurrían sus lágrimas entre su pecho y mi torso atorado. Dejé que mi cuerpo se relajara y sentí todo el calor de mi amada.

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