martes, 25 de marzo de 2008

Vacances de Semana Santa. Parte I. De Zaragoza a Aix-en-Provence

Por fin era Miércoles, por fin mis pasos me habían dirigido hasta la Estación de las Delicias, por fin me encontraba caminando en dirección al autobús que me llevaría a Barcelona. Junto a la dársena se encontraba Tamara, una de esas quillitas lindas de mi clase que siempre me regala una sonrisa y, a unos metros, “Ito”, un quillo del mismo instituto en que estudié y a quien le costó reconocerme.

Al subir al autocar y el cansancio se me apoderó. El dolor en una castigada espalda, la relajación de los músculos, la pesadez en los párpados… todo ello anunciaba mi ajetreada última semana. A mi lado, justo en los asientos que se encuentran al otro lado del pasillo, una quilla muy bonita. Al principio, nada más verla, me entraron ganas de decirle algo, de conocerla, de llevar alguna interesante conversación durante las tres horas y media que dura el trayecto. Me parecía una quillita interesante, poseedora de una mirada profunda y, como yo, portaba una pequeña libreta para notas. Ella, al mismo tiempo que yo, había anotado algo.

El tiempo pasa y ella se duerme. Mis hojas empiezan a ser cortadas por mis manos. Primero, una grulla; después, un conejo; por último, una mariposa. Faltaba algo: una pequeña caja. Ya no me apetece hablar con ella, algo me paraliza, ya no siento interés alguno por conocerla, ni tan siquiera por un saludo. Pronto será día 20 y con él llegará la entrega de mi regalo. Son las 12:20, alargo el brazo y lo dejo en la repisa sita enfrente de su asiento. Duermo… Estamos en Barcelona. Los papeles doblados ya no están en la repisa. “Los ha cogido”, pienso. Pero, no quiero que sepa que fui yo, no me apetece, ni siquiera que me dé las gracias. Miro por la ventana como pasan los edificios, velozmente, a mi lado. Ella se baja. Sonrío y me siento feliz porque “ha tenido su inesperado regalo salido de la nada”. Es el principio del fin.

Mi querida Paula me espera puntual en su coche. Gracias a ella no olvido mi móvil en el autobús. Son más de la 1.00 y ella, como una campeona, ha aguantado despierta mi llegada. Al echarme a dormir, estoy seguro de que será como otros viajes: no sólo cambio de ciudad, sino de vida. Había empezado el momento de comenzar a morir.

A las 9.40, con un poco de retraso, el bus comienza a rodar. A mi lado, una quillita rubia (o puede que castaña, soy consciente de mi dificultad para entender este color), parece muy agradable. De hecho, al subir al autocar y buscar un asiento vacío, mi primera elección (y única), es la de sentarme a su vera. Debido a los extraños contratiempos ocurridos en este longo vehículo empezamos a hablar, al principio, como no, de cosas banales. La llegada a Girona será clave: “¿Tomamos un café?” “Sí, claro” Bajamos, el tiempo es agradable. El Sol otorga cierto calorcito que yo había perdido en mi cotidiana vida zaragozana (ha hecho un frío del carajo estos último días).

“Por cierto, ¿cómo te llamas?”

“Je, je, es verdad, yo soy Christian, ¿y tú?”

“Anaïs”

“Tomá, qué casualidad, como la quilla que voy a visitar en Francia”

“Me lo pusieron por la escritora”

“Qué suerte, es mi escritora favorita. Dile a tus padres que me caen muy bien, sólo por eso”

Después de eso, ya sólo podía tener pensamientos positivos hacia esta recién conocida quillita. Bueno, a ello hay que sumar, para no ser injusto, su agradable sonrisa, su espíritu viajero, su simpatía y su buen humor para afrontar el “miedo” de viajar conmigo, ya que le había contado que soy un extraño ser al que le pasa de todo siempre que emprende un viaje.

La comida fue en una estación de servicio bien cercana a Beziers (destino de Anaïs), en una mesa adornada, en derredor, por panes de infames bocadillos de carretera situados estratégicamente en pequeños arbustos secos como única vegetación presente. Fue en ese momento en que me dejé caer, en que salté al vacío y me ofrecí a la muerte sin reparo. Quité la astilla de la herida y comencé a sangrar desmesuradamente. Blanco, tumbado, inerte, observé como el cielo tomaba una tonalidad mucho más brillante. Lentamente, dejé que mis piernas sintieran el peso de mi cuerpo y comencé a caminar. De nuevo, como si hubiese resucitado, estaba vivo. Herido, pero vivo y consciente de que, con unas buenas curas, pronto cicatrizaría.

En Beziers, Anaïs me abandona. A partir de ahora me toca proseguir el viaje solo. Pienso que, aunque haya sido por poco tiempo, ha merecido la pena conocerla, sin duda alguna. Espero que mantengamos contacto…

Avignon y el surrealismo.

La parada en esta ciudad no tiene desperdicio. Al llegar a la oscura estación, su oscuridad resalta todavía más un letrero en el que puedo leer: Alsa y, seguidamente, estaciones de España, entre ellas Zaragoza. “Bien”, pienso, “seguramente, existe autobús directo desde Zaragoza, con lo cual ni lo tendría que haber comprado por Internet, ni tendría que haberme ido corriendo el Miércoles para dormir en Barcelona”. Como de costumbre, no tengo remedio. Parados, con la puerta abierta, con un frío que pela, de repente, sube una anciana mujer, de aspecto algo estrambótico, mirando asiento por asiento. El conductor gesticula: “Yo no sé nada” y le comunica a su compañero que “la mujer está buscando a su sobrina, quien, supuestamente, ha subido en Girona…” Sigue haciendo frío, seguimos parados, empiezan a entrarme ganas de ir al baño. “Señora, que yo no hablo francés. Que no sé nada de su sobrina. Pregúntele a mi compañero.”

Arrancamos. Las calles d’Avignon están atestadas de coches. Pasamos por una especie de Boulangerie y, desde su interior, nuestro amable chofer recibe un saludo. A los pocos metros, para el autocar, coge una bolsa llena de paquetes y se va. ¿Alguien entiende esto? Yo no, la verdad ¡Si estamos al lado de la estación! Afortunadamente, la parada no es muy larga y reanudamos el camino. Cada vez me estoy meando más. Miro al conductor ¡santo cielo, es un crack! El móvil, entre el hombro y la barbilla; en la mano izquierda, el cigarrillo encendido y, con la derecha, mantiene el volante con que nos dirige por la enfebrecida circulación en que nos encontramos. “¿Qué más puede pasar?” ¡Toma! Una mujer se sube en la acera, a un pequeño jardín, está allí un ratito y se incorpora al tráfico rodado. Avignon es demasiado para mí…

La entrada a Marseille es con bouchon; pero, ya poco importa, he llegado a mi destino. Lo primero, y ya que he llegado antes de hora, a buscar los toilettes. Están realmente escondidos y, cuando pregunto por ellos, en la otra punta de la estación. Como no, cuando ha dado resultado mi búsqueda y mis piernas me han llevado hasta la puerta de los baños, recibo llamada de Anaïs para saber dónde estoy. Si es que, encima, le tengo que hacer esperar… ¡Un caso, soy un caso! Por fin, me encuentro con mi pequeña y linda amiga francesa. El destino definitivo: Aix-en-Provence.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

te hemos echado mucho mucho de menos... ahora.... a seguir con impaciencia tu relato.... yiháaaa

closada dijo...

¡Uy! Moi, aussi. También os tuve presente en mis pensamientos. Mi relato... poco a poco, que ya sabes que estoy muy liado. Sin embargo, por aquí irá apareciendo...
Besotes